Una multitud de plebeyos comenzó a reunirse en la Gran Plaza para presenciar la ejecución. Algunas personas iban atraídas por el morboso espectáculo; otras, la mayoría, iban por hambre. En las ejecuciones, el alcalde ordenaba a los guardias darles vegetales a los presentes para arrojarlos a los prisioneros con la intención de denigrarlos más. Comida gratis tentaba incluso al más disconforme. El duque conocía bien a sus súbditos, sabía cómo mantenerlos a raya sin importar las carencias. «Para mantener conformes a los ignorantes sólo dales entretenimiento y comida gratis», solía decir.
La caravana que exhibía a los tres condenados ya había desfilado por las principales calles. Ahora se acercaba a su destino. La mayor parte de la gente los observaba con tristeza y lástima. Nadie gritaba en contra de ellos, no eran como cualquier criminal. Los espectadores lo sabían, los conocían muy bien. Incluso los soldados los trataban con dignidad y respeto. Pero órdenes son órdenes. Los que no obedecieran recibirían el mismo castigo.
A pesar de ir en la jaula de la carreta, estaban encadenados a las paredes para que permanecieran de pie. Sus muñecas y tobillos estaban enrojecidos por la fricción de los grilletes. El vaivén de la carreta por las calles empedradas provocaba el tortuoso movimiento involuntario que les estaba causando las lesiones rojizas. Los tres pares de ojos azules se miraban entre sí, miradas que, acompañadas del silencio, lo decían todo. «No, Harry, ni siquiera lo pienses», dijo la rubia. «Siempre hemos estado juntos y así será siempre», completó la joven de cabello negro. Las palabras transformaron el triste semblante del muchacho en una sonrisa. Sigue leyendo