«Siempre hemos estado juntos…»

Una multitud de plebeyos comenzó a reunirse en la Gran Plaza para presenciar la ejecución. Algunas personas iban atraídas por el morboso espectáculo; otras, la mayoría, iban por hambre. En las ejecuciones, el alcalde ordenaba a los guardias darles vegetales a los presentes para arrojarlos a los prisioneros con la intención de denigrarlos más. Comida gratis tentaba incluso al más disconforme. El duque conocía bien a sus súbditos, sabía cómo mantenerlos a raya sin importar las carencias. «Para mantener conformes a los ignorantes sólo dales entretenimiento y comida gratis», solía decir.

La caravana que exhibía a los tres condenados ya había desfilado por las principales calles. Ahora se acercaba a su destino. La mayor parte de la gente los observaba con tristeza y lástima. Nadie gritaba en contra de ellos, no eran como cualquier criminal. Los espectadores lo sabían, los conocían muy bien. Incluso los soldados los trataban con dignidad y respeto. Pero órdenes son órdenes. Los que no obedecieran recibirían el mismo castigo.

A pesar de ir en la jaula de la carreta, estaban encadenados a las paredes para que permanecieran de pie. Sus muñecas y tobillos estaban enrojecidos por la fricción de los grilletes. El vaivén de la carreta por las calles empedradas provocaba el tortuoso movimiento involuntario que les estaba causando las lesiones rojizas. Los tres pares de ojos azules se miraban entre sí, miradas que, acompañadas del silencio, lo decían todo. «No, Harry, ni siquiera lo pienses», dijo la rubia. «Siempre hemos estado juntos y así será siempre», completó la joven de cabello negro. Las palabras transformaron el triste semblante del muchacho en una sonrisa. Sigue leyendo

15 enero, fecha memorable

Un mensaje de su padre, las letras formando cinco palabras causaron una reacción en su cuerpo desatando una sensación helada que lo recorrió de la cabeza a los pies. Un bloqueo evitó que sus emociones se materializaran en sus ojos, su rostro o su persona. Esa misma obstrucción emocional se apoderó de sus manos que intentaban responder al trágico mensaje de su padre. Como pudo le dio el pésame a su padre mientras él lidiaba con sus propias emociones. Frente a él todo seguía igual: los compañeros de trabajo despidiéndose y recogiendo sus cosas para salir a donde fuera que tuvieran el plan de ir después de sus labores diarias. Por un instante la rutina empezó a tomar parte dando la impresión de que nada había pasado. Los pasitos de su sobrino por la oficina buscando a su «Abi» lo despertaron de la «costumbre» en la que estaba cayendo. «Damaris te está esperando abajo», dijo su jefe frente a él. Se apresuró a apagar la computadora para no dejar ningún pendiente. Lo que pasó en la siguiente hora fue casi rutinario. Una pequeña conversación con su hermana dándole la triste noticia y un corto viaje que terminó en besos de despedida a su hermana y sobrinos fue lo que evitó que fuera un común regreso a casa. Mientras tanto, en su cabeza, el bloqueo emocional seguía gobernando sus actos. Probablemente fue un modo automático que se encendió al saber lo ocurrido. Cuando al fin estuvo sólo, en el trayecto de regreso a casa, los recuerdos de hace más de veinte años empezaron a llegar: Un licuado de plátano con huevo en las mañanas para desayunar, adornos de arlequines en algunos muebles, el dulce aroma de su perfume, sus blusas de manga corta con hombreras;  las arrugaditas pero suaves mejillas, perfectas para recibir besos de saludo o despedida. La imagen de ella con su enorme taza de café (tal vez a partir de ahí le cogió tanto el gusto a tomar café). Los recuerdos liberaron sus emociones y se volvieron evidentes en sus ojos. El transporte estaba lleno de gente pero el lloraba en silencio. Un enorme vacío por la partida, remordimiento por el tiempo perdido y una profunda tristeza gobernaban su corazón. Por más de dos días pensó en que podría decirle si la tuviera enfrente. Dos días fueron necesarios para lidiar con sus emociones y ganar el valor necesario para poner sus pensamientos en orden. Ahora estaba listo, si se le concedía la dicha de verla y hablarle por al menos un minuto le diría: Sigue leyendo

El mejor cazador

El cazador aguardaba en silencio, oculto detrás de un árbol a varios metros de distancia. Su presa era inteligente, evidentemente huiría ante el más sutil movimiento. Sabía que debía ser más veloz y anticipar su reacción.

Sus reflejos e intuición le habían permitido cazar desde conejos y liebres hasta alces y ciervos. Sus colegas lo admiraban aunque muchos otros lo despreciaban. El método que utilizaba no era el más humano ni entre los mismos cazadores. Sin embargo, los trofeos y reconocimientos que había recibido, lo volvieron indiferente ante esa minoría que se quejaba por los derechos de los animales. En sus dos recientes expediciones consiguió presas mucho más difíciles. El deseo de matar y el orgullo por saberse el mejor cazador lo motivaban a acechar a una presa más lista y más desafiante, en cada viaje el cazador perdía un poco de sí mismo por conseguir su nuevo trofeo. La soberbia, la arrogancia y la crueldad se habían alojado en su corazón desplazando su humanidad. En la actual búsqueda por su presa, avanzó matando por diversión a conejos, liebres, alces y ciervos. Sonreía con malicia con cada animal que caía por una de sus flechas, podía usar rifles como los demás cazadores pero prefería el arco, adoraba presenciar la lenta agonía de sus víctimas o provocar la muerte rápida de las mismas con su cuchillo KA-BAR, fiel cómplice desde sus días como soldado. Si por alguna razón perdía el cuchillo, estaba preparado, un enorme guante cubría su mano derecha. Estaba hecho de una de las patas de su último trofeo, un oso.

«Eres nuestra única opción antes de llamar al ejército para detenerlo», dos oficiales  y un hombre con muchas cicatrices en el rostro conversaban frente a la cabaña. «Los ayudare. Conozco a esta persona. Su obsesión lo llevo demasiado lejos. No puedo creer que haya matado a otro cazador». «No olvides a Ben, nuestro compañero». El cazador sonrió recordando aquel evento: Sigue leyendo

La inocencia muere y el monstruo nace

La joven huérfana se vio forzada a valerse por sí misma desde los doce años. Su hogar había sido víctima de un asalto. Ella y su madre escaparon de aquel acto violento gracias a su padre, un humilde minero. El valiente hombre, se quedó para enfrentar a los tres delincuentes, en cuestión de minutos lo sometieron con un disparo en el pecho. No le importó morir, con su sacrificio su hija y su esposa tuvieron más tiempo para huir. Lamentablemente, el tiempo no fue suficiente. Los malhechores, al saber que solo quedaban ellas, las persiguieron con la idea de satisfacer sus más bajos instintos. Las dos se ocultaron en un abandonado y viejo almacén en el muelle. Ella sollozaba y lloraba, su madre la acompañaba con lágrimas en los ojos pero le hacía señas de que guardara silencio. La jovencita tapó su boca en cuanto escuchó las pisadas y el crujir del cristal roto de las ventanas. Después de pocos minutos, paso lo inevitable, los delincuentes encontraron su escondite. Su madre ya le había indicado que se escondiera en un rincón de la habitación. Escuchó cómo forcejeaba al tratar de defenderse, después de varios gritos lo único que quedó fue silencio. «La niña debe estar ahí, es el único lugar en el que pudo haberse escondido», «Cierra la puerta, yo empezare». Sigue leyendo

La corrupción de un héroe

Sus valores, creencias y convicciones lo habían traído hasta aquí. Familia, amigos y conocidos lo consideraban un ejemplo a seguir. Para sus compañeros militares, era un formidable espadachín. Tenía el reconocimiento y el cariño de su gente, ¿Qué le hacía falta? Nada, porque tiempo después lo obtuvo, el amor de su esposa y la dicha de ser padre. Para el era la vida ideal.

¿Qué podría arruinarlo? El mal que siempre ha existido, existe y existirá. Pues este mundo busca siempre el equilibrio y a veces ese equilibro se alcanza después de inclinada la balanza. Ese balance cambió cuando sufrió la desdicha de perder a su familia a manos de unos ladrones. Había abandonado sus deberes como militar para enfocarse en proveer para su familia. Ese fue su error y su pecado. Ya no poseía su armadura ni su espada, fiel compañera en incontables batallas. Los bandidos atacaron de noche, tomándolo por sorpresa. Su entrenamiento militar lo ayudo a someter a un par de malhechores pero no fue suficiente contra todo el clan. Lo golpearon hasta que perdió el conocimiento, al despertar ya no tenía nada. Sigue leyendo